sábado, 4 de agosto de 2007

4 de agosto. Un regalo envenenado.

El nuevo Fortuna del Rey

A principios de este milenio, le propuse a Manuel Soriano, entonces subdirector de “La Clave”, revista bautizada por Balbín con el mismo nombre que el programa televisivo, un reportaje sobre un parado cualquiera de Madrid o de Provincias, que, de repente, es desplazado a Mallorca en donde pide una audiencia con el Monarca, de vacaciones. Mi intención era poder captar las reacciones de ambos en una isla en donde todo parece estar en función de la presencia de los Reyes. La idea no pareció convencerle, aunque estoy seguro que hubiera salido un reportaje con enjundia, lleno de sorpresas.

Pero volvamos al tema del Rey y su “Fortuna”, lejos de estas “ideas descabelladas”. La operación de venta del segundo yate real fue llevada a cabo en el más estricto secreto. Su comprador fue Nicolás Cotoner, Marqués de Mondéjar, a la sazón jefe de la Casa Civil de su Majestad. Días después de su compra, le cambiaba de nombre, llamándole “Trinidad III”. El tercer “Fortuna” fue otro regalo, ofrecido por el Rey Fahd, de Arabia Saudí, y el cuarto y último ha sido también una dádiva, aunque esta vez bien podría ser considerado un regalo envenenado. Así lo describía yo en un reportaje publicado el 9 de septiembre de 1999 en “Artículo 20”, revista hoy desaparecida.

En efecto, en noviembre de 1997, una serie de empresarios turísticos, hombres de negocios y entidades bancarias que componían la “Fundación Turística Cultural de las Islas Baleares”, se comprometieron a reunir unos tres mil millones de pesetas para regalar un nuevo “Fortuna” al Rey. El coste del regalito era hasta tres veces superior al entonces presupuesto de la Casa Real. La idea fue promovida por José Francisco Conrado de Villalonga, ex delegado de Bankunión en Baleares quien, gracias al apoyo de Samaranch, presidente a la sazón de La Caixa y marqués, había pasado a convertirse en delegado de la Caixa en Baleares. Conrado de Villalonga fue, durante años, delegado del Patrimonio Nacional, cargo que luego cedió a su hija, y estaba conectado con todos los empresarios de la mencionada Fundación. Dicha entidad, como muestra de agradecimiento al Rey que había elegido Mallorca, sede de sus vacaciones, decidió la compra del nuevo yate. El suculento regalo fue ofrecido al Monarca por estos empresarios, para que dejara de avergonzarse de su antiguo y a menudo averiado “Fortuna”. Y, para evitar malas interpretaciones, no fue cedido directamente al Monarca, sino al Patrimonio Nacional, aunque de todos era sabido que era para uso y disfrute personal del Rey, tanto en los cruceros privados como en funciones de protocolo.

Los mecenas de este nuevo Fortuna eran, entre otros: Gabriel Escarrer, de Sol-Meliá; Gabriel Barceló, del Grupo Barceló; Carmen Matutes, la hija del entonces ministro de Asuntos Exteriores, propietario de Fiesta, grupo hotelero; Miguel Fluxá, de Viajes Iberia-Camper; Carmen García, de Soltour; Juan José Hidalgo, de Air Europa; Miguel Ramis, de Grupotel; Gonzalo Pascual, de Spanair; el ex contrabandista, Antonio Fontanet; el impresor Pep García; la Banca March; el Crédito Balear; la Caixa, dirigida por el propio Conrado Villalonga; el editor Pedro Serra; Gesa, una empresa pública convertida en privada; Sa Nostra, Caja de Ahorros de Baleares tocada por el escándalo del Túnel de Sóller y por el del cementerio privado de Bon Sosec, y algunos más.

La Casa Real no opuso, en principio, ninguna resistencia al regalo de los generosos empresarios. Pero, tan pronto como ese obsequio es aceptado por el Rey, una serie de preguntas recaen sobre el Monarca y sobre este regalo envenenado: ¿Puede el Rey aceptar este barco deportivo pagado exclusivamente con el dinero de ciertos empresarios y entidades mallorquinas? ¿Qué sucederá si algunos de ellos se ven envueltos en escándalos financieros? ¿Saldrán a la luz sus nombres o se verán protegidos por la Monarquía, agradecida por este favor real? ¿Se verán empeñados los posibles méritos del Rey como árbitro y salvador de la democracia? “¿Es realmente un regalo desinteresado –se preguntaba Pere Sampol, secretario general del Partido Socialista de Mallorca–, cuando lo que realmente busca este grupo de empresarios es perseguir exenciones fiscales? Si quieren hacer una buena promoción turística, que inviertan ese dinero en recuperar el entorno natural y nuestro patrimonio. Que hagan donaciones al pueblo de Mallorca, que las necesita más que el Rey, o que intervengan en la creación de lugares de trabajo, en la mejora de las condiciones laborales de sus trabajadores y en combatir la estacionalidad”.

Una de las críticas más fuertes y a la vez discretas es la que proviene de Luis María Pomar, en un artículo de “El Día de Baleares”. “Parece mentira –decía este veterinario mallorquín– que personas tan avezadas como nuestros generosos donantes no se hayan percatado de que el Rey, para que se tenga por tal y mueva al respeto que merece quien simboliza el Estado, debe estar situado por encima del bien y del mal, de los humanos halagos, y de los impulsos de agradecimiento que puedan despertar donaciones tan ostentosas porque, aún por simples razones biológicas, siempre llevan consigo algún conato de dependencia. Por eso los reyes, en el ejercicio de sus prerrogativas, no pueden dejarse llevar por motivaciones emocionales, ni saberse dependientes de nadie, ni de algo que no sea el ordenamiento constitucional”. Para Luis Pomar, los archimillonarios hoteleros y empresarios eran los que, con el famoso regalo del barco, decidían vincular a don Juan Carlos a sus propios intereses. “Eso sí –añadía–, previo conocimiento de la desgravación fiscal que acarreará la suntuosa donación”.

Antonio Burgos, desde “El Mundo”, escribía el artículo “Mangar yate” en el que, en un fino cachondeo, decía que el Rey se merecía no sólo ese yate, sino todos los galeones de la Flota de Indias, pero pagado con dinero de todos nosotros. “Que para eso nos retratamos ayer ante el fotomatón fiscal de Hacienda, para que el Rey esté como deben estar los Reyes, y no mangando yate por la cara a los señoritos de Mallorca, por mucho que, en la mala conciencia general, se haya hecho ese pasemesí, pasemisá de yo se lo regalo al Patrimonio Nacional (que suena a película de Berlanga, peor todavía), y el Patrimonio Nacional le pone un sello como el que tenían los jesuitas en las pertenencias que les prohibía el voto de pobreza ‘Ad usum Regis’. Magazo, pues”.


Curiosamente, las reacciones en torno a este regalo envenenado que costó entre 3.000 y 7.000 millones de pesetas, no parecieron preocupar al Rey que, desde el verano de finales de los noventa, disfruta de este regalito, uno de los más preciados conocidos hasta el momento, sin que ello signifique que haya cambiado lo más mínimo su apetencia y afán por recibir de sus súbditos dones y regalos a la altura de sus pretensiones y anhelos personales. Ya lo había presentido la republicana Pilar Rahola: “Si el Rey lo acepta, no habrá consecuencias, porque en España se impone la cultura del silencio”.

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