miércoles, 10 de octubre de 2007

10 de octubre. El mundo está loco.


Por la mañana, las diferentes bandas invitadas recorrieron las calles populares de Seixal y Arrentela, alegrando el ambiente con sus notas. Las amas de casa escuchaban los sonidos de aquellos músicos en uniforme negro, azulado o marrón, con gorra o sin ella, que desfilaban al compás del retoque de tambores e interpretaban melodías con sus instrumentos de viento. Era agradable contemplar cómo las portuguesas más jóvenes se asomaban a las ventanas o a las puertas de los edificios, formando remolinos de apiñadas cabezas, negras y rizadas que procedían de las diferentes colonias portuguesas, y movían el esqueleto al escuchar las marchas o contoneaban sus cuerpos al ritmo de una música lanzada a los cuatro vientos.

Al mediodía, nos llevaron a comer a un restaurante multitudinario, en donde los portugueses suelen celebrar bautizos, casamientos y festejos de todo tipo. Entre los músicos de las tres nacionalidades y los organizadores, éramos más de trescientos. Comimos y bebimos y, a bote pronto, se formó una especie de sarao improvisado, voz en grito y sin más instrumentos musicales que los tenedores, cuchillos y las cucharas repicadas sobre las mesas y los vasos. Comenzaron los italianos que lanzaron varias canciones populares; siguieron los españoles, que, por no quedarse atrás, trajeron a colación otras tantas; continuaron los portugueses. De nuevo, volvieron a cantar los italianos, los españoles y portugueses. Cada uno de los grupos intentaba distinguirse con las piezas más originales, participando con gestos, gritos y cantos efusivos, y levantando los vasos de vino, con los brindis más originales.

Al final de aquel movido ágape, volvimos a España en una tarde oscura de nubarrones, amenazada por una venganza americana que ya no podía retener más a sus gringos, preparados para arrojar sus armas desde el cielo, lo suficiente lejos como para no exponerse al fuego enemigo. Nos dimos cuenta del inicio de la guerra a las seis y media de la tarde, cuando, tras varias horas de viaje, descansamos en un bar que tenía el receptor de televisión encendido.

Pantalla del televisor en el que aparecieron los incesantes bombardeos
La pantalla, teñida de un verde-moco nauseabundo y rasgada por los misiles lanzados contra Afganistán, se iluminaba con las explosiones de las bombas que anunciaban visualmente una guerra que acaba de empezar, veintinueve días después del atentado terrorista de Nueva York y Washington. Algunos de los clientes y espectadores se alegraban de que, al fin, los americanos reaccionaran con fuerza. Otros, miraban de reojo la pequeña pantalla, casi sin atreverse a creer lo que ésta mostraba.

“La guerra, una guerra larga –había anunciado un George W. Bush rebosante de orgullo pletórico, demostrando cómo los EEUU devolvían el golpe, y mostrando su cara de mentecato en la pequeña pantalla, por mucho que los técnicos maquilladores lo hubieran intentado dsimular–, ha comenzado. Hemos dado órdenes al Ejército para que empiece a atacar los campos de entrenamiento de terroristas de Al Qaeda y las instalaciones militares del régimen…”

El benefactor de las fábricas de armas americanas y defensor de la pena de muerte había, al fin, aplicado a rajatabla su justicia, participando a su manera en el fabuloso negocio de la guerra. El Presidente había ganado las elecciones gracias al apoyo de los accionistas de armamentos que ahora se frotaban las manos pensando en los beneficios que esta guerra les ofrecía.. Bush aseguraba que nadie trataría de perjudicar a la población, pero las muertos civiles “colaterales”, se repetirían cada día, aumentando cada vez más su número.

Continuamos el regreso a Madrid, mientras me imaginaba la lenta e inexorable agonía del pueblo afgano. Las bombas americanas caían sobre Afganistán sembando el país de cadáveres y aumentando el número de bajas civiles. El secretario de defensa, Donald Rumsfeld, había ordenado los bombardeos para “liberar al pueblo” y declaraba, orgulloso de su obra: “Estamos empleando armas con un grado de precisión con el que nadie ni siquiera soñó en anteriores conflictos”. Pero los daños provocados suponían un número de víctimas civiles nunca menor al de las víctimas militares. Todo ello, pese a haber asegurado que no querían que el pueblo sufriera las consecuencias de esta guerra.

En otra parada pudimos escuchar y ver el mensaje en vídeo de Bin Laden, difundido por la televisión de Qatar, Al Yazira, en el que daba su primera respuesta a los ataques británicos y norteamericanos: “Juro por Dios que América no tendrá seguridad hasta que no la haya en Palestina y hasta que todos los ejércitos occidentales ateos no se marchen de las tierras santas”. Y, sin llegar a reivindicar claramente los atentados de Nueva York, celebró que estos hubieran extendido el terror en toda América, “una humillación que es la mínima parte de la que nosotros padecemos desde hace ochenta de años”. Más que el mensaje de un loco de Alá, el suyo parecía el de un meticuloso cirujano conocedor de los puntos más álgidos de la sociedad occidental, capaz de cortar con toda precisión, con el bisturí a punto en su mano certera, por donde más dolía. Sobre todo, al señalizar el devenir de Oriente Medio.
El mundo se había vuelto loco. Los yanquies ya habían hablado con las armas y con una guerra de hecho, aunque sin declarar. Habían despreciado el valor de las palabras y de las ideas. Y habían comenzado a destruir a su enemigo con una mortífera lluvia de bombas. Llegado, al fin, a casa, me metí en la cama, intentando dormir, bajo el efecto de aquellas bombas. Pero, aquella noche, las pesadillas nublaron mi mente.

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