martes, 2 de septiembre de 2008

2 de septiembre. La otra cara de las fiestas.



Confieso que a veces me sumerjo en la España festiva y sudorosa y participo en sus fiestas patronales gracias a la música –toco la trompeta en bandas, ligadas indirectamente a celebraciones municipales y populares–. Lo que me permite tener la oportunidad de inhalar las costumbres y hábitos de pequeños y medianos municipios, en donde una derecha arcaica y recalcitrante y la acidez de una Iglesia que se agarra obstinadamente a un pasado franquista, chocan frecuentemente con mi forma de ser y de pensar, me desorientan y, a menudo, me incitan a la rebelión.

Todo ello lo soporto con cierto tecnicismo, frialdad y con frecuentes arrebatos internos de ira y rebelión, mientras soplo la trompeta por la que brota la música, a menudo, utilizada para fines contradictorios ¿Qué le vamos a hacer? –me repito una y otra vez…– Lo malo es cuando nuestra concurso y complicidad llega a convertirse en argumento de ciertos mensajes subliminales. Intentaré explicarme. Me refiero a las procesiones, a las corridas de toros y a otros actos que comprometen seriamente la libertad de acción y de pensamientos.

Sucede desde el momento en que la Iglesia sale de sus templos e invade las calles con procesiones y manifestaciones religiosas, con toda una parafernalia de signos y distintivos, con las consiguientes órdenes, oraciones, consejos y discursos de los capellanes o prelados de turno. Por supuesto, la banda de música encabeza el cortejo en el que las imágenes son llevadas en hombros o movidas por ruedas. Nada más atravesar éstas el portal del templo, nos exigen el himno nacional. No importa que sea incorrectamente utilizado mientras caciques, cofradías, clérigos y párrocos, siguen emperrados en arrimar el ascua a su sardina. Luego, abundan las marchas apropiadas en largas e interminables procesiones que tratan de despertar la piedad y los sentimientos píos. La verdad es que, a menudo, me encuentro con músicos incrédulos, escépticos o ateos. Al final, a menudo soy testigo de las subastas organizadas, en las que se puja por altos precios, al pie de las imágenes, antes de ser de nuevo introducidas en el templo. Subastas convertidas en actos simoniacos, cometidos con la supuesta bendición de la Iglesia.

Otra de las actuaciones preferidas por los responsables de los ayuntamientos, tanto del PP como del PSOE, son las corridas de toros. No importa que anteriormente haya habido heridos y muertos en las arenas. Durante las fiestas patronales se celebran periódicamente por doquier, en pequeñas o monumentales plazas de toros, sustitutas de los circos romanos. En ellas se sacan bovinos, picados y atormentados anteriormente, apenas con fuerzas para enfrentarse a los chulos toreros que pretenden lucirse y matarlos con menos riesgo. Brotan los gritos de “olés” y la sangre se derrama por la arena. Es un espectáculo cruento “recomendado” a los turistas, tolerado y apenas condenado por los jerarcas de la Iglesia, como si fuera el complemento de las fiestas populares. Es el único acto al que me niego rotundamente a participar, aunque sea tocando de espaldas o con los ojos cerrados.

Todo suele terminar con el espectáculo de los fuegos artificiales. Es el mágico momento que deja al pueblo con la frente alta y la boca abierta. Algunos de ellos, los más importantes, se consiguen gracias a un presupuesto que supera con creces las necesidades habituales del municipio. La última vez en que participé en un acto de este tipo, condujeron a una imagen a lo alto de un montículo. Allí, tras obligarnos de nuevo a interpretar el himno nacional, escuchamos el discurso de un cura que pronunció un discurso elocuente, siempre llevando las aguas a su molino, pero vacío de contenido. Y, al final, como broche de oro, iniciaron unos fuegos artificiales que duraron veinte minutos largos y costosos, sostenidos por las arcas de un ayuntamiento del PP. Luego, bajaron al pueblo con la imagen, precedidos por la banda que interpretó más marchas de procesión y terminamos de nuevo en la ermita del santo, justo en el momento en que una orquesta contratada por el mismo consistorio iniciaba la fiesta en la plaza mayor, tan concurrida como la procesión que acababa de finalizar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pues si... sangre, fervor,
mantillas y peinetas, imagineria catolicista, sentimiento patrio, castilla profunda. Yo tambien padezco esto con mi clarinete, pero merece la pena: Acabo de descubrir un blues precioso en una de esas marchas (a ti manué)chiflos.