jueves, 26 de agosto de 2010

Luis Armstrong y los cronopios de Cortázar.



En una crónica del concierto de Louis Armstrong ofrecido en París, el 9 de noviembre de 1952, admirablemente escrita por Cortázar, Julio escribe bajo el título “Luis el enormísimo cronopio”: “Como Louis es un enormísimo cronopio, le da lástima el discurso perdido y de golpe aparece por una puertecita lateral, y lo primero que se ve de él es su gran pañuelo blanco, un pañuelo que flota en el aire y detrás un chorro de oro también flotando en el aire y es la trompeta de Louis, y detrás, saliendo de la oscuridad de la puerta, la otra oscuridad llena de luz de Louis que avanza por el escenario, y se acabó el mundo y lo que viene ahora es total y definitivamente la caída de la estantería y el final del cariyú”.

Cotázar sigue describiendo con maestría al resto de componente: “Detrás de Louis vienen los chicos de la orquesta, y ahí está Trummy Young que toca el trombón como si sostuviera en los brazos una mujer desnuda y de miel, y Arvel Shaw que toca el contrabajo como si sostuviera en los brazos una mujer desnuda y de sombra, y Cozy Cole que se cierne sobre la batería como el marqués de Sade sobre los traseros de ocho mujeres desnudas y fustigadas, y luego vienen otros dos músicos de cuyos nombres no quiero acordarme y que están ahí yo creo por un error del empresario o porque Louis los encontró debajo del Pont Neuf y les vio cara de hambre, y además uno de ellos se llama Napoleón y eso es un argumento irresistible para un cronopio tan enormísimo como Louis”

Luego, Julio Cotázar se refresca en el ambiente del grupo de jazz: “Para esto ya se ha desencadenado el Apocalipsis –dice, describiendo el inicio del concierto– , porque Louis no hace más que levantar su espada de oro, y la primera frase de When it’s sleepy time down South cae sobre la gente como una caricia de leopardo. De la trompeta de Louis la música sale como las cintas habladas de las bocas de los santos primitivos, en el aire se dibuja su caliente escritura amarilla, y detrás de esa primera señal se desencadena Muskat Ramble y nosotros en las plateas nos agarramos todo lo que tenemos agarrable, y además lo de los vecinos, con lo cual la sala parece una vasta sociedad de pulpos enloquecidos y en el medio está Louis con los ojos en blanco detrás de su trompeta, con su pañuelo flotando en una continua despedida de algo que no se sabe lo que es, como si Louis necesitara decirle todo el tiempo adiós a esa música que crea y que se deshace en el instante, como si supiera el precio terrible de esa maravillosa libertad que es la suya”.

Más de una vez he pretendido buscar en el diccionario, sin nunca conseguirlo, esa rara palabra inventada por Cortázar quien abre los ojos y, cómo Armstrong, sigue ahí, en el escenario parisino. “Después de veintidós años de amor sudamericano –sigue él describiendo a su personaje– él está ahí, cantando, riendo con toda su cara de niño irreformable, Louis cronopio, Louis enormísimo cronopio, Louis, alegría de los hombres que te merecen… y la sala continúa llena de cronopios perdidos en su sueño, montones de cronopios que buscan lentamente y sin ganas la salida, cada uno con su sueño que continúa, y en el centro del sueño de cada uno Louis pequeñito soplando y cantando”

No puedo olvidarme de que Julio Cotázar, que naciera un día como hoy hace 104 años y viviera parte de su vida en París, al que conociera personalmente un verano en una cala mallorquina, fue no sólo un amante del jazz sino un principiante de la trompeta, instrumento que solía tocar a menudo. Su amor por el jazz, por su capacidad proteica, se hace evidente en cuentos, artículos y páginas recordables de “La vuelta al día en ochenta mundos”. La famosa foto de Cortázar tocando la trompeta está unida a su propia confesión: “Sí, en verdad toco la trompeta, pero sólo como desahogo. Soy pésimo”. Pero el Cortázar músico, quizás el más minucioso –el jazzman–, está plasmado en “El perseguidor”, en el que retrata a un Johnny Carter que hereda aficiones de Parker: alcohol, drogas, escándalos, amoríos...

“A fondo” entrevista televisiva de Joaquín Soler en 1977 con Julio Cortázar.

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