sábado, 30 de enero de 2016

Gaviotas de la mar de Madrid.


Jesús Jiménez Prensa escribe en la revista digital Fronterad un relato propio de nuestra época, sobre la desmesura del ser humano, utilizando dos palabras que vertebran este relato: mierda y mar, nunca antes unidas de tal manera. Entresacamos de él estas líneas:

“De pequeño me encantaba ver las gaviotas en el mar. Me ilusionaban mucho los viajes que hacía con mi familia desde el centro hasta los finales de España, donde acababa todo y empezaba el mar, donde volaban aquellas gaviotas marinas, tan blancas y grises. En esos viajes, cuando intuía junto a mi hermana que quedaba poco tiempo, pues empezaba a oler a mar al abrir las ventanas, desde el asiento de atrás recordábamos a nuestros padres que nos dijesen cuál era la última curva antes de ver, al fin, el mar, tan inmenso y azul. Aquellos pájaros que sólo volaban allí, siempre junto al final, planeando con tranquilidad en grupos o solitarios. Su vuelo de vuelta siempre a tierra. Como suspendidas e inmóviles mirando al horizonte o hacia el mar en calma o violento. Porque al volver por las carreteras negras hacia el interior de España dejaban ya de verse. Sí había mirlos, gorriones o vencejos, que volaban de otras formas y con otros colores… (…)


“Pero un día de primavera, ya mayor y con los recuerdos de niño siempre, en un autobús a Alcalá de Henares, la ciudad más grande al este de la provincia de Madrid, alcé la vista: vi en lo alto a varias gaviotas planear. Sí. No entendía, aunque ya fuese muy mayor, que estuviesen tan lejos. No podía ser. No. Por eso me bajé cerca del río Henares y las seguí caminando, porque volaban igual que frente al mar, altas y blancas, tan elegantes y bonitas. Debían ser las mismas. Era el recuerdo lo que seguía, pero alterado por el paso tiempo. Gaviotas fuera de su mar, tierra adentro. Y aquel día hacía un azul absoluto en el cielo.  Pero del río iban al vertedero, donde llegaba basura de todo el este de la provincia. Porque estaban allí. Me acerqué al recinto y entré por un agujero en la valla hecho para pasar y ver qué se podía encontrar. No había nadie, parecía. Sólo las gaviotas, que continuaban volando, pero pocas, tres o cuatro. Dentro olía tan fuerte que tuve que quitarme la camiseta y anudármela en la cara. Olía a chicle de fresa industrial muy podrido. Olía a dulce violento.

“Distinguir entre la basura era difícil, muchos colores, pero recuerdo la cabeza de un astado en su marco. El terreno era blando, pisar no era fácil. Subí una montaña de basura. Vi todo el vertedero desde lo alto: allí estaban la mayoría de las gaviotas posadas y comiendo, algunas volaban, pocas. Llegó un camión que, supongo, se dedicaba a aplastar la basura. No había personas, sólo yo y el conductor, que era máquina para ellas. Huyeron ellas….


“Otro día, en Madrid, en la capital, me contaron que sí es verdad que hay gaviotas en la provincia, que empezaron a llegar muchas de ellas sobre todo a partir de los noventa, con la entrada de España en la Unión Europea y el imparable desarrollo económico, y que cada vez vienen más. Dicen que hay más de cien mil.

“Al amanecer volverán a volar de nuevo hacia los basureros que nosotros hemos organizado. Y cuando deje de hacer frío volverán al norte a criar gaviotines. Las que no lo hagan se quedarán cerca de Madrid. Y harán que el mar parezca más cercano. (…)

“¡Viva el Mar, joder!”


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